En el universo del "hazlo tú mismo", hay invenciones que no sólo desafían al mercado, sino que -además- lo obligan a reiniciar su narrativa de obsolescencia programada. Una de ellas es la creación del investigador Johnny Chung Lee, quien allá por el 2008 (sí, cuando los netbooks eran lo máximo) convirtió el Wiimote de la Nintendo Wii en el corazón de una pizarra digital interactiva de bajo costo. ¿El resultado? Una solución brillante que costaba lo mismo que un almuerzo universitario.
¿De qué se trata?
Aprovechando la cámara infrarroja incorporada en el Wiimote, Lee desarrolló un sistema que permitía detectar la posición de un lápiz con LED infrarrojo sobre una superficie proyectada. El Wiimote, conectado por Bluetooth al computador, se encargaba de seguir el punto de luz y convertirlo en coordenadas X/Y. Traducido: cualquier muro con proyector se transformaba en una pizarra digital interactiva.
¿Qué necesitas?
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Un Wiimote (sí, todavía se consiguen).
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Un lápiz infrarrojo (puedes fabricarlo con un LED IR, una pila y un botón).
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Un computador con Bluetooth.
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El software libre cread por Johnny Lee: Wiimote Whiteboard (o alguna de sus variantes modernas).
¿Cómo se arma?
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Conecta e Wiimote al PC por Bluetooth. No necesitas emparejarlo con un código PIN.
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Coloca el Wiimote apuntando hacia la pantalla o la superficie donde se proyectará la imagen.
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Abre el software que convierte los movimientos del lápiz en clics o trazos.
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Usa tu lápiz infrarrojo para interactuar con la superficie como si fuera una tablet gigante.
Aplicaciones prácticas
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Aulas sin presupuesto, pero con ganas.
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Makerspaces y laboratorios escolares.
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Artistas digitales en modo experimental.
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Presentaciones con estilo hacker de los 2000.
Pero… ¿por qué no se usa en todas partes?
Porque, como todo invento revolucionario y barato, *depende de la habilidad del operador Alinear correctamente el Wiimote, mantener el lápiz bien enfocado y lidiar con interferencias de luz son parte del "encanto". Y claro, el mercado se encargó de inundar las aulas con costosas soluciones propietarias de Smart Boards y Prometheans, mientras esta joya DIY quedó como reliquia para románticos tecnológicos.
Reflexión con olor a soldadura
Este invento es más que una solución técnica. Es una muestra del ingenio hacker* aplicado a la educación, una forma de reutilizar tecnología de consumo con propósitos mayores. Es también un recordatorio incómodo de cómo a veces la mejor herramienta no es la más vendida, sino la que puedes construir con tus propias manos y algo de estaño.
Epílogo con nostalgia académica (y un par de dramas grupales)
Esta idea no solo la implementamos, también la vivimos. Junto a unos compañeros de universidad, presentamos este sistema como proyecto a uno de nuestros profesores (PhD en informática) del ramo Computación I, que contra todo pronóstico, y después de varios prototipos que no funcionaban ni con rezos, quedó fascinado. El entusiasmo fue tal, que nos alentó a postular una iniciativa al concurso de innovación tecnológica I2R de la USACH.
Sin embargo —y aquí viene el plot twist universitario— la idea del Wiimote no fue la que presentamos finalmente. Como todo proyecto con alma caótica y espíritu maker, fue mutando con cada discusión del grupo, con cada reunión postergada, y con cada intento fallido de "hacer algo más impactante".
Después de varios intentos (y desencuentros creativos dignos de comité político), el proyecto terminó convertido en un "Wurlitzer digital": una máquina de música interactiva inspirada en las clásicas rockolas, pero conectada a bases de datos, con interfaz gráfica propia, un diseño que mezclaba nostalgia ochentera con ambiciones tecnológicas y -con la funcionalidad mas innovadora- que se podía usar desde cualquier celular. Pasamos de sensores infrarrojos a scripts musicales, y del Wiimote al eterno dilema de cómo hacer que un estudiante promedio quiera usar la máquina sin leer un manual.
Las discusiones fueron épicas: desde si el botón debía ser rojo o azul, hasta si era ético usar Visual Basic en pleno siglo XXI. Hubo choques de egos, votos divididos, y un par de noches en que la diplomacia universitaria pendía de un hilo...
Y no, no ganamos el concurso.
Lo que sí ganamos fue una corta pero gloriosa estadía en una oficina del edificio del Departamento, originalmente destinada a candidatos a doctorado que trabajaban en investigaciones avanzadas —algunos incluso eran nuestros profesores— y que, curiosamente, fue facilitada por ese mismo profesor que confió en un par de estudiantes de pregrado que tenían más entusiasmo que cualquier otra cosa.
Tuvimos que devolverla, claro. Pero durante esas semanas fuimos oficialmente inquilinos del futuro, y por unas jornadas nos creímos parte del ecosistema innovador. Aunque, siendo honestos, era más bien un cowork improvisado lleno de cables, parlantes reciclados, olor a soldadura y a otras hierbas...
Porque no siempre se gana. Pero a veces, haber sido tomados en serio por alguien que ya vio el mundo desde un doctorado, es el mejor premio que puede recibir una idea nacida entre risas, errores, café instantáneo y otras experiencias.
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