En relación al artículo anterior "¿El regreso de las computadoras analógicas? Así pueden revolucionar la inteligencia artificial..." me surgió la siguiente reflexión aplicada a la teoría de gestión de organizaciones:
En plena era de inteligencia artificial, Big Data y dashboards en tiempo real, podría parecer absurdo mirar hacia las computadoras analógicas, esas antiguas máquinas de voltajes y osciloscopios que resolvían ecuaciones antes de que existiera el mouse. Sin embargo, su arquitectura —basada en flujos, conexiones físicas y variabilidad continua— tiene más en común con el funcionamiento real de las organizaciones que muchos modelos de gestión contemporáneos.
¿Y si la receta para liderar en entornos complejos no estuviera en un keynote de Silicon Valley, sino en algún circuito analógico olvidado, armado con cinta aislante y resistencias quemadas, allá por el año 1957?
Organizaciones como sistemas analógicos
Una computadora analógica no funciona con ceros y unos. Procesa variables continuas, usa tensiones eléctricas para modelar fenómenos físicos y, lo más importante, no busca exactitud absoluta, sino respuesta adecuada al contexto. Las organizaciones, cuando se enfrentan a entornos cambiantes, complejos o inciertos, se comportan de forma muy similar.
Intentar forzarlas a funcionar como relojes digitales —predecibles, exactos, repetibles— no solo es ineficiente, es contraproducente.
En vez de eso, pensar una organización como un sistema analógico implica:
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Asumir que la información es continua, parcial y dinámica, no cerrada y definitiva.
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Aceptar que las relaciones humanas no se programan en limpio: son más bien como circuitos mal soldados, con ruido, latencia... y bugs emocionales de fábrica.
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Gestionar con base en la interacción entre partes interdependientes, más que en la mera suma de unidades.
Un puente entre la teoría y el voltaje
Este enfoque no es nuevo. Teóricos como Stafford Beer (Modelo del Sistema Viable), Peter Senge (pensamiento sistémico) y Humberto Maturana (biología del conocer) lo vienen insinuando desde hace décadas.
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Beer propuso que una organización solo es viable si logra autoadaptarse, autorregularse y mantener coherencia interna en medio de un entorno cambiante. En su modelo, hay subsistemas operativos (acción), de coordinación (interacción), de control (decisión) y de inteligencia (futuro). Exactamente como una computadora analógica modular, donde cada bloque cumple una función, pero el resultado solo emerge de la interacción fluida entre todos.
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Senge, en La Quinta Disciplina, plantea que las organizaciones deben aprender constantemente. ¿Cómo? Mediante ciclos de retroalimentación, diálogo y reflexión sistémica. Una visión absolutamente analógica: no lineal, no jerárquica, no binaria.
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Maturana va aún más lejos. Para él, las organizaciones no existen fuera del lenguaje. Son redes de conversaciones que coordinan acciones a través de emociones y sentido compartido. El voltaje organizacional, en su mirada, no pasa por KPIs, sino por confianza, legitimidad y coordinación humana.
Maturana y Varela: la autopoiesis como base de una gestión viva
La analogía entre computadoras analógicas y organizaciones alcanza un nuevo nivel de profundidad cuando se conecta con la mirada biológica del conocimiento propuesta por Humberto Maturana y Francisco Varela en El árbol del conocimiento. En este libro, los autores no solo plantean que los seres vivos operan mediante estructuras que se acoplan a su entorno, sino que afirman que todo conocer es un hacer, y que este hacer ocurre en el contexto de una historia de interacciones que configuran la identidad del sistema.
Aplicado a la gestión, esto significa que una organización no opera siguiendo planes predefinidos que existen fuera de ella, sino que se constituye y se transforma a través de su propia dinámica interna, de su capacidad de autopoiesis: la auto-producción de su identidad operativa. Como una computadora analógica, que no "recibe" soluciones sino que las encarna en su configuración física, la organización vive y se adapta desde dentro.
Además, El árbol del conocimiento destaca la inseparabilidad entre emoción, lenguaje y acción, lo que resuena con la idea de que las organizaciones son redes de conversaciones más que estructuras formales. Así como el voltaje en un circuito analógico fluctúa y se adapta, la legitimidad, la confianza y el sentido compartido son las verdaderas corrientes que hacen que una organización funcione.
Este enfoque permite entender por qué los intentos de “reprogramar” organizaciones desde afuera (con normas, indicadores, protocolos) suelen fallar: el cambio real ocurre cuando se modifica la dinámica relacional interna, cuando las conversaciones, las emociones y los acuerdos se reorganizan de forma coherente con el entorno. No se trata de inyectar soluciones externas, sino de permitir que el sistema reorganice sus conexiones para mantenerse vivo.
Como diría Maturana: “Toda acción humana ocurre en el espacio de las conversaciones”. Y en ese sentido, toda gestión efectiva es analógica, no por nostalgia, sino por coherencia estructural.
Caso aplicado: adopción digital impulsada por una lógica analógica
Durante la pandemia de COVID-19, millones de personas y empresas se vieron obligadas a cambiar la forma en que compraban, vendían y pagaban. No fue gracias a un gran plan estratégico nacional ni por una implementación ordenada desde arriba. Fue, más bien, el resultado de una reconfiguración espontánea, pragmática y profundamente adaptativa. En otras palabras: una reacción típicamente analógica.
Uno de los cambios más notables fue la adopción masiva de aplicaciones de delivery y pagos con tarjeta o apps móviles. Antes del COVID, muchos negocios —sobre todo pequeños comercios, restaurantes de barrio o ferias libres— operaban casi exclusivamente en efectivo, por costumbre o por desconfianza tecnológica. Pero el distanciamiento social, la necesidad de evitar contacto físico y la caída del flujo presencial aceleraron drásticamente la digitalización de transacciones.
Lo interesante es que el proceso fue más emergente que planificado. No hubo capacitaciones masivas ni políticas públicas estructuradas para ello (al menos no al inicio). Fue la presión del contexto —una variable exógena y no prevista— la que modificó el circuito del sistema: negocios que antes rechazaban pagos digitales empezaron a aceptar transferencias o códigos QR, feriantes comenzaron a usar máquinas SumUp o Mercado Pago, e incluso adultos mayores comenzaron a hacer pedidos por WhatsApp o apps de supermercados.
En términos sistémicos, el ecosistema de consumo se adaptó como lo haría una computadora analógica: ajustando conexiones, permitiendo márgenes de error, improvisando soluciones mínimas viables. No fue necesario rediseñar toda la economía digital. Bastó con permitir que los flujos se adaptaran, y que las personas reorganizaran sus prácticas para mantener la señal —es decir, el intercambio económico— activa.
El resultado fue un salto abrupto en la adopción de tecnologías que, en condiciones normales, habrían tardado años en consolidarse.
Este caso no solo habla de tecnología, sino de gestión en sentido profundo: cómo los sistemas vivos responden a eventos inesperados, no desde el control rígido, sino desde la adaptabilidad, la inexactitud permitida y la interconexión contextual. Exactamente como una computadora analógica bien ajustada.
¿Por qué necesitamos pensar más en lo analógico?
Porque vivimos en un mundo donde la complejidad supera la capacidad de planificación centralizada. Y porque los sistemas vivos no pueden gestionarse solo con lógicas binarias.
Lo analógico nos recuerda que:
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No siempre se puede repetir una solución. A veces hay que improvisar, como en un laboratorio.
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No todo puede medirse con exactitud. Pero sí puede percibirse, modelarse, adaptarse.
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La perfección no es siempre el objetivo. A veces basta con mantener la señal viva, incluso con un poco de distorsión.
Conclusión: ¿el futuro es analógico?
Durante años nos convencimos de que lo digital era sinónimo de avance, eficiencia y control. Que todo debía reducirse a algoritmos, plataformas y procesos optimizados al milímetro. Y sin embargo, bastó una pandemia global para recordarnos una verdad básica: los sistemas complejos —como las organizaciones o la sociedad misma— no siempre evolucionan siguiendo planes estratégicos, sino improvisando en tiempo real, como buen circuito analógico.
Cuando los negocios de barrio comenzaron a aceptar pagos con tarjeta en lugar de efectivo, no lo hicieron por amor a la tecnología, sino porque el contexto los empujó a reconectar los cables de su modelo operativo. Cuando los adultos mayores empezaron a pedir frutas por WhatsApp, no fue por dominar el mundo digital, sino por necesidad práctica, emocional y profundamente humana. En otras palabras: por puro pragmatismo analógico.
Paradojalmente, lo que llamamos "transformación digital" fue en realidad un acto colectivo de adaptación analógica a un entorno digital. No se trató de exactitud, ni de planillas perfectas, ni de integraciones API impecables. Se trató de mantener el flujo, aunque fuera con un poco de ruido, inexactitud o delay.
Tal vez por eso, mirar hacia las viejas computadoras analógicas no es solo una excentricidad de ingenieros nostálgicos. Es una invitación a pensar la gestión, la innovación y el liderazgo no como una secuencia binaria de decisiones, sino como un sistema vivo, que respira, se adapta y busca mantenerse operativo ante cualquier voltaje.
Quién lo diría: después de décadas tratando de digitalizarlo todo —desde las ventas hasta los recuerdos— resulta que el futuro más inteligente podría ser profundamente analógico.
Tal vez, al final del día, El árbol del conocimiento tenía razón: no gestionamos sistemas mecánicos, sino organismos conversacionales. Y por eso, cuando una organización responde bien ante una crisis, no es por haber ejecutado un plan maestro digital, sino porque —como un buen sistema analógico— supo leer el entorno, adaptar su estructura y mantener la señal viva. Aunque sea con algo de distorsión.
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