Cultura maker y lo que el Ministerio de Economía aún no entiende (ni con una Raspberry Pi y un pozo en el patio)
Porque el ingenio no se mide en PIB ni en patentes... se mide en horas soldando cosas con olor a estaño en una mesa improvisada.
La cultura maker no es un hobby. Es una forma de ver el mundo como un sistema desarmable, reconfigurable y, sobre todo, hackeable. Mientras algunos siguen esperando que la “innovación” venga en forma de fondos concursables o incubadoras de cartón, otros están en sus casas conectando un ESP32 con un relé para automatizar el riego de las plantas con una interfaz web escrita en Python. En sandalias.
Y sin pedirle permiso a nadie.
¿Qué es realmente la cultura maker?
Más allá del cliché del joven con impresora 3D, Arduino y gafas gruesas, el movimiento maker es una expresión moderna del “hazlo tú mismo” con tecnología. No se trata sólo de fabricar cosas, sino de entender cómo funcionan, modificar lo que ya existe, y compartir lo aprendido con una comunidad.
Un maker no espera que una empresa le venda la solución. La diseña, la imprime, la suelda, la programa, la publica… y si se rompe, la mejora. Todo eso antes del almuerzo.
Pero lo más potente es que los makers están creando conocimiento distribuido, sin comités técnicos, sin licitaciones, sin siglas institucionales, y —hasta ahora— sin que el Estado sepa muy bien qué hacer con ellos.
¿Y el Ministerio de Economía?
A juzgar por muchos programas de fomento productivo, pareciera que la innovación solo ocurre si:
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Tiene nombre en inglés.
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Hay un coworking de por medio.
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Se postula con un formulario de 25 páginas.
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Y alguien te dice en una “mesa de trabajo” qué tan disruptiva es tu idea.
Spoiler: eso no es innovación, es burocracia con palabras modernas.
Mientras tanto, un maker conecta sensores LoRa para monitorear humedad del suelo en sectores rurales sin conectividad celular. Y lo hace con presupuesto cero, tutoriales de YouTube y un grupo de Telegram.
¿Qué apoyo recibe? Cero. ¿Qué regulaciones lo limitan? Muchas. ¿Qué entiende el sistema de eso? Poco.
Casos reales que no salieron en la prensa
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El estudiante que creó un sistema de climatización automatizado para su invernadero familiar usando una Raspberry Pi, sensores DHT22 y una app hecha en Node-RED.
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La ingeniera que rediseñó un sistema de control de acceso usando un lector NFC reciclado y un servidor MQTT para su comunidad de vecinos.
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Los desarrolladores que, sin subvención alguna, montaron una red de sensores de calidad del aire usando ESP8266 y placas soldadas a mano, publicando los datos abiertos para quien los necesite.
¿Impacto? Real. ¿Costo? Mínimo. ¿Valor? Enorme. Pero como no está empaquetado como “start-up”, queda fuera del radar estatal.
¿Qué podría hacer el Estado? (Spoiler: no estorbar ya es un avance)
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Reconocer al maker como agente productivo: no como aficionado, sino como innovador de base.
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Financiar herramientas, no consultorías: a veces, un osciloscopio es más útil que una mentoría.
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Liberar datos y estándares: para que se integren proyectos ciudadanos a sistemas públicos (¡imagina un maker conectado al Sistema Nacional de Emergencia!).
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Apoyar espacios colaborativos reales: fab labs con acceso libre, no vitrinas tecnológicas de museo.
Reflexión final: si Edison hubiera postulado a Corfo
Probablemente lo habrían derivado a la línea de “Validación Técnica y Comercial”, le habrían pedido una carta de apoyo de su junta de vecinos y un prototipo funcional de la bombilla funcionando con eficiencia energética.
Y mientras tanto, alguien en un garage estaría creando la próxima revolución… sin saber que eso se llamaba “I+D+i”.
Bonus personal: una cerveza, una Raspberry Pi y una planta de tratamiento
Hace un tiempo, mi hermano —que vive en el sur y obtiene el agua de un pozo en su terreno— vino de visita. Una de esas conversaciones nocturnas, cerveza en mano, derivó naturalmente hacia lo técnico: cómo automatizar el proceso de potabilización del agua, flocularla, dosificar químicos y oxigenarla, todo sin depender de soluciones industriales inalcanzables.
La charla se fue volviendo más concreta. Entre cables, servos y croquis en una servilleta, terminamos bosquejando un sistema completo: sensores de turbidez y pH, bombas peristálticas controladas por relés, compresores para aireación y, al centro, una Raspberry Pi haciendo de supervisor digital. Todo a bajo costo. Todo maker. Todo hecho con lo que había a mano… más unas cuantas ideas con olor a estaño y lógica de control.
Al día siguiente, con algo de resaca y muchas ganas, ya teníamos un prototipo en mente. DIY, de bajo costo, y sin ninguna línea de código escrita por una consultora externa. Solo necesidad, conocimiento compartido… y el eterno deseo de resolver problemas con tecnología accesible.
Porque eso también es innovación. Solo que nadie vino a cortar la cinta.
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